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En la cama

Abrió la puerta sigilosamente y entró en el pequeño apartamento. Sabía perfectamente la ubicación de todas las cosas: El perchero junto a la puerta, la mesita de madera de origen libanés, cinco pasos adelante el sillón de terciopelo negro. No necesitaba luz para caminar en el que una vez fue su hogar.

Llegó a la habitación. En la cama, los dos amantes desnudos dormían apaciblemente. Sintió cómo la sangre hervía por sus venas, calentando cada parte de su cuerpo. “Reacciones químicas, siempre iguales; el amor, el odio, todo es la misma mierda” pensó. Al verlos tendidos ahí, flashazos de aquellas noches le cruzaron por la cabeza, noches en las que la amante era ella.

Rodeó lentamente la cama. La conocía muy bien, sabía su calor, su comodidad, era su cama preferida, era simplemente su cama. Mientras caminaba como lo hace un felino alrededor de su presa, se tomaba el tiempo de recordar cada una de las escenas que había vivido con aquél hombre, para aborrecerlo aún más, indigestarse con él y hacerlo sufrir cómo ella sufría.

Desenfundó las armas, dos letales 9mm que ya apuntaban a las sienes de cada uno. Lo besó vorazmente en la frente, esperando la reacción que aconteció: Abrió los ojos y la reconoció de inmediato, mostrando gran terror y saltó asustado, despertando a la otra, quien cubriéndose con la sábana blanca trató de escapar para sólo verse acorralada contra la pared.

Ambos podían ver la mirada de sadismo y regocijo de aquella mujer, parada sin piedad entre los dos, apuntando con una pistola justo entre los ojos de aquél pobre diablo, y con la otra disparando ya sin piedad a su rival, quien suplicaba inútilmente a esa desconocida le perdonara la vida. Pero ella volcó su rabia en las balas vaciándolas en las entrañas de esa su antagonista, esparciéndolas como un festín en la pared roja.

Él, refugiado en un rincón como un perro callejero temeroso de su vida, no tuvo las agallas de defender a su mujer, la que siempre había sido y sería su mujer. Al verla muerta, sintió que la vida se le iba en un suspiro, y sintió también el profundo odio de aquella asesina que sin misericordia se paraba frente a él, lista para darle el tiro de gracia. Se arrepintió de su traición, pero era ya demasiado tarde. Cerró los ojos y lo único que pudo ver en su mente fue el rostro nocivo de su verdugo...

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