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Las historias encerradas

Entré a esa tienda que siempre me había dado curiosidad, aquella ubicada en un sótano en la calle de Gante. Bajé las escaleras con cierta emoción y a la vez un poco de reserva, como quien sabe que algo está a punto de pasar.

En el interior libros, lámparas, discos de vinil, plantas, cosas antiguas y unos pocos rayos de luz que se colaban por entre la pequeña ventana casi al ras del techo para darle un matiz reconfortante a todo lo que ahí se encontraba.

Curioseé un poco antes de que el viejo se acercara a mí. Tenía ojos cristalinos, de esos que traspasan el alma y encuentran tus memorias; olía a madera, a mis recuerdos de la infancia.

“Tengo lo que estás buscando” dijo, y me extendió una libreta de piel blanda. La tomé, la vi, palpé, la sentí mía y sonreí. “Aquí puedes encerrar tus pensamientos, reencontrarte con el pasado y después perderlo todo nuevamente”.

No dudé ni un segundo y la compré. Al salir de la tienda me sentí invadida de una necesidad imperante de vaciar un millón de palabras en mi nuevo cuaderno, palabras que honrasen a los muertos, gritos desesperados que me permitieran expresar lo que nadie debe saber.

Llevo conmigo ese cuaderno siempre, esperando que la nostalgia me encuentre desprevenida y me haga sentir de nuevo en casa. Cuando ese momento llega, vuelco mis recuerdos y los convierto en sueños, historias que no fueron ni serán, momentos cristalizados que vivirán eternamente en ningún lugar, más que en esa libreta que cada día se hace vieja, esperando, esperando tan sólo un milagro que después me haga regresar la realidad…

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