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A las tres de la mañana

El cuerpo ya no se siente pesado, el aire es limpio ante cada respiro que se realiza de manera involuntaria. La razón predomina al fin sin siquiera haberlo deseado. Mi cotidianeidad ha desvanecido todo rastro de ti.

Pero en la noche serena, entre las estrellas te asomas. Llegas como un soplido por mi ventana, con sabor a sal, con olor a mar. Tu piel sigue siendo dorada y a tu paso dejas todo tu ser. Te despojas de toda imperfección, de todo rencor y de todo pensamiento. Te dejas llevar delicadamente por el deseo, por los sentimientos inconclusos, por tu insatisfacción de mí.

Yo te veo dudar desde mi paz, que poco a poco se convierte en intranquilidad ante tu presencia. No sabes si golpearme o amarme. Te acercas sigilosamente y me tomas de los brazos, fuerte, más fuerte, como si quisieras que no escapara. Pero eres tú el que siempre se va, y vuelve, como las olas del mar. No permaneces nunca a la orilla, sólo llegas y borras cualquier recuerdo que pueda existir en la arena de ti, de mí, de nosotros.

Pero a pesar de todo nos dejamos llevar una vez más. Los cuerpos se vuelven cómplices bajo un halo de deseo que llena la atmósfera de un rojo reconfortante. Nos arrebatamos y deshacemos como siempre lo hemos hecho. No podemos escapar el uno del otro. Somos sólo esto, tú y yo, tan perfectos e inaccesibles que debe quedar en este sueño a las tres de la mañana.

Veo en tus ojos temor, y de nuevo te arrepientes y me dejas, como siempre lo has sabido hacer. Te deslizas por entre las sábanas, por entre los sueños y las pesadeces, por entre el sudor y el agua de sal. Te vas contenido, pero sabes que regresarás mil veces más, así lo has escrito.

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